Silencios

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Circula por YouTube un impactante video titulado “Evan”. Narra la historia de un joven estudiante que conoce a una chica después de intercambiar con ella mensajes anónimos en la biblioteca de su instituto. El bonito encuentro se ve frustrado por la irrupción de otro compañero que siembra el pánico en el centro con una ametralladora. El efecto que la historia consigue en el espectador es asombroso porque, mientras este ha estado pendiente del encuentro de la pareja, en un segundo plano, pero siempre a la vista, han ido apareciendo los indicios que evidenciaban el trágico final. La denuncia es clara: prevenir la violencia es posible cuando sabemos reconocer las señales.

Rosa Montero trataba en un artículo en El país el horrible tema del acoso escolar en España y los suicidios que llevamos en los últimos años por culpa de esta lacra. Afirmaba que “la verdadera culpa está en los adultos perezosos y cómplices, en el profesorado, los padres, las instituciones”. También Arturo Pérez Reverte se sumaba a la denuncia responsabilizando a “esos dignos profesores, resultado directo de la sociedad disparatada en la que vivimos, cuya escarmentada vocación consiste en pasar inadvertidos, no meterse en problemas con los padres y cobrar a fin de mes” (a continuación afirma en su texto que “los que vieron lo que ocurría miraron a otro lado, argumentando lo de siempre. Son cosas de crías”, pero su afirmación previa ya ha calado en la mente del lector en forma de dardo envenenado). Nunca me han gustado las generalizaciones y nuestro país es muy dado a ellas. Y más cuando se trata de un problema tan delicado, y en muchas ocasiones muy difícil de detectar. Hay un protagonista incómodo y nebuloso que actúa en todos estos casos haciendo que la detección y la ayuda puedan llegar tarde: el silencio.

Esto me trae a la memoria un episodio de mi adolescencia que mucho tiene que ver con el tema. Tendría unos doce o trece años cuando de regreso a casa sufrí el acoso de un grupo de muchachos. En pleno día. Se metieron conmigo y me empujaron. Llegué a casa aterrorizada y me encerré en mi habitación a llorar. Ir y volver al instituto se convirtió en una auténtica agonía durante mucho tiempo. Nadie supo lo ocurrido. Ni mi familia, ni mis amigos, ni mis compañeros. Pero esas cosas te cambian. Por dentro y por fuera. Yo no era la misma. No podía serlo. Porque el miedo te transforma y, aunque no eran compañeros de instituto, su imagen y el temor a volvérmelos a encontrar tuvo necesariamente que reflejarse en mi rostro. Pero yo opté por el silencio. El silencio esconde muchas cosas, ese es el problema. No puedo culpabilizar a los demás de no haber descubierto lo que pasaba. Las relaciones con los padres y profesores en la adolescencia son complejas; estos no forman parte, en muchos casos, de ese círculo de personas a las que se cuenta todo. En los mejores casos puede que la confianza esté muy presente pero hasta qué punto. Contárselo a un amigo puede ser la solución pero las amistades a esa edad no siempre adquieren la madurez necesaria para hallar el apoyo deseado; a veces confesar un abuso puede significar reconocer una debilidad o incluso puede hacernos sentir rechazados por el grupo.

En la actualidad ejerzo como profesora de secundaria y este curso he vivido una experiencia que seguro reconocerán muchos compañeros de profesión. Mateo va a 2º de E.S.O. Es un chaval inteligente pero con un comportamiento disruptivo. Desde los primeros días advertí algo singular en él. Luego descubrí que hacía un año había perdido a su padre. Sus llamadas de atención han sido constantes: no trabaja en clase, es maleducado con el profesorado y expresa abiertamente su odio al instituto que no duda en calificar como una cárcel. Desde el principio traté de acercarme a él. Sin embargo, las conversaciones con él son muy complicadas aunque con ayuda de la familia y el departamento de orientación del centro he tratado de hacerme un hueco en su vida. Es pronto para obtener los resultados que deseo pero sé que no debo abandonar. Un día trajo un destornillador a clase y le hice ver que podía ser peligroso para él y sus compañeros. Son señales evidentes que me dicen que algo no marcha bien por eso nunca levanto la guardia e intento de muchas maneras llevarlo a mi terreno, hacerle ver que la vida no es tan dura como la imagina y que no está solo. De hecho no lo está. La relación con sus compañeros es excelente y eso me tranquiliza.

En su clase son 25 alumnos. La mayor parte de mi atención va dirigida a él porque he reconocido las señales. Las señales de un problema, sea el que sea.

Esta semana han expulsado a cinco compañeros de su misma clase. El motivo: bullying. Ana ha estado sufriendo durante semanas el acoso de sus compañeros hasta que un día no ha podido más y ha acudido a la dirección del centro en busca de ayuda. Sus padres lloraban mientras se les comunicaba la noticia porque ella no les había dicho nada. La notaban más silenciosa de lo habitual, triste, pero no imaginaban que esa pudiera ser la razón. Los profesores no hemos sido capaces de advertir nada. Y sus compañeros, los que podrían haber cambiado el rumbo de los acontecimientos se convirtieron sin quererlo en cómplices silenciosos de los agresores.

Intento analizar el comportamiento de Ana, reconocer las pistas que me hubieran hecho advertir que algo no iba bien. Pero he de confesar que no fui capaz de verlas. Mi atención estaba puesta en otro alumno y, mientras, se paseaban por delante de mis ojos otras 24 señales, las de cada uno de mis alumnos que no eran Mateo.

Hay tantas cosas que fallan en nuestro sistema educativo. El excesivo número de alumnos, para empezar. El trato cercano, tan desterrado a las últimas filas. La comunicación. La falta de empatía. Sin embargo, no debemos caer en el error de generalizar, señora Montero y señor Pérez Reverte, y estoy segura de que esa no ha sido su intención. No seré nunca una profesora perfecta, no aspiro a ello. Pero no puedo sentirme culpable por no ver lo invisible. Y a pesar de ello, pienso en Ana. Y también en Mateo. Porque mientras creía estar atenta a los gritos de este, se me escapaban los silencios de los otros.

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