El viaje secreto de los globos de helio

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Imagen            Amelia atravesaba distraída el parque sin percatarse del nuevo puesto de globos de helio colocado junto al arco de entrada, cerca del banco en el que a diario la misma pareja de ancianos acudía puntual a su cita con el pasado; para ellos el contrato con la vida llegaría pronto a su fin y deseaban prorrogar una existencia torpe y llena de recuerdos olvidados.

Amelia, a punto de alcanzar su primera década de vida, había liberado sus tiernos pies de la dictadura opresiva de sus zapatos y corría divertida por la hierba sintiendo en su piel el frescor de la madre tierra. A su corta edad conocía muy bien el significado de las palabras “posponer” y  “larga espera”. Su hermano, seis años menor, vivía postrado en la cama desde que una grave enfermedad entrara en casa por la puerta trasera, a traición y en absoluto silencio. Por esa razón, Amelia había prescindido de los mimos y atenciones maternales antes de lo que aconseja la naturaleza, y empezaba a asumir responsabilidades incompatibles con los juegos de niños. Todos los cuidados iban destinados al hermano pequeño, en los últimos meses algo más flacucho y con la mirada perdida, quizás a causa de los fármacos que se habían adueñado de su existencia. Ese era el motivo por el que las cosas de Amelia siempre debían esperar, circunstancia que asumía con admirable madurez pues era consciente del gran esfuerzo que sus padres estaban haciendo para que su hijo lograra superar aquel duro trago.

Amelia se mostraba obediente ante las normas impuestas en casa, solo se permitía desoír algún que otro insignificante consejo materno, como el de evitar el camino del parque para llegar a la panadería de doña Hortensia. No es que el trayecto fuera peligroso, nada más lejos de la realidad, es que la madre de Amelia conocía de sobra la innata habilidad de su hija para perderse durante horas por un oasis de ensoñaciones dando rienda suelta a una imaginación tan productiva como fantasiosa. Pero Amelia encontraba el camino de mamá triste y aburrido, y ya había bastante tristeza en casa. El otro trayecto suponía la gran aventura del día para Amelia pues la sacaba de su tediosa rutina para sumergirla en otra más sorprendente. Así, Amelia recorría descalza la hierba recién cortada del parque, bebía agua de la fuente de piedra y cortaba alguna hermosa flor con la que adornaba su cabello dorado mientras se imaginaba princesa de algún cuento solo escrito en su imaginación. Más tarde, al llegar a casa, regalaba la flor a su hermano prometiéndole que en ella hallaría el antídoto a su cruel enfermedad. Aquel ritual amenizaba su viaje diario a la panadería de doña Hortensia.

Ese día Amelia se entretuvo más de la cuenta cantando y contando las rosas del parque mientras doña Hortensia retiraba dos barras de pan que colgaban, olvidadas, dentro de la bolsa de ganchillo que la abuela de Amelia había elaborado para su nieta. Esta, al ver la panadería cerrada a cal y canto, comprendió que ninguna excusa la salvaría de un sermón en toda regla.

Aquel contratiempo, sin embargo, no disuadió a Amelia de regresar a casa por el camino que atravesaba el parque. Solo le llevaría algunos minutos más pero no tendría que renunciar a una nueva historia que ya empezaba a perfilar su incansable imaginación. Lo que ignoraba Amelia era que el camino de vuelta se alargaría a causa del nuevo puesto de globos de helio ubicado junto al banco en el que la pareja de ancianos de todos los días daba de comer a las palomas mientras su piel arrugada se dejaba acariciar por el sol.

Amelia se acercó al puesto de globos con curiosidad. Había visto globos de muy distintos tipos, pero estos tenían algo especial, desde el principio pudo darse cuenta. No sorprendía su tamaño, ni su textura, ni siquiera el método empleado para hincharlos era desconocido para Amelia, pero esos globos de helio no eran como los demás. Definitivamente era la vistosa gama de colores lo que tenía a Amelia hipnotizada, eso y que los globos parecían cobrar vida en el momento en que eran hinchados. Antes de que eso sucediera, la goma coloreada permanecía desinflada, inerte, sobre la mesa que la vendedora había decorado con letreros sugerentes. Pero cuando el helio comenzaba a penetrar en aquel cuerpo blando, este emprendía un camino breve hacia la vida que resultaba cuanto menos maravilloso. Entonces, el globo que acababa de nacer se dejaba mecer lentamente por el viento y emprendía un dulce viaje hacia las alturas que de pronto se veía interrumpido por una fuerza no natural, la de la vendedora que coartaba la libertad recién adquirida del globo agarrándolo del único extremo por el que se le había insuflado de vida, el mismo por donde esta podría escapársele si se dejaba marchar el helio de su interior. Finos cordeles amarraban decenas de globos a una de las patas de la mesa en espera de que algún niño se encaprichara de sus vivos colores.

Amelia no podía retrasar más su vuelta a casa pero había quedado embelesada contemplando aquella fiesta de colores y ahora la dueña del puesto, ya octogenaria, le preguntaba si tenía dinero suficiente para comprar uno. Amelia vacilaba. Claro que lo tenía, el dinero que no había gastado en el pan, pero no podía emplearlo en un simple globo. La anciana, indignada ante el comentario de la niña, le aseguró que no se trataba de un globo cualquiera, eran globos mágicos que convertían en realidad el sueño de sus amos.

Amelia quedó maravillada, “¡aquellos globos eran mágicos!”, repitió para sí. Ahora entendía ese hermoso festival cromático en el que los colores se confundían unos con otros en lo alto, dando lugar a una tonalidad nueva, nunca vista.

Amelia dudaba. No quería decepcionar a su familia y ya tendría serios problemas por llegar a casa sin el pan que, como cada día, le había encargado su madre. Pero esos globos eran tan perfectos… ¡Y mágicos! Cómo decir que no.

Amelia finalmente sucumbió al poder hipnotizador de los cuerpos henchidos. Saldó la deuda con la vendedora después de elegir el globo más hermoso y la anciana dio comienzo a su espectáculo de dar la vida. Se notaba que conocía su trabajo y lo amaba. Cogió el plástico blando que Amelia había elegido de la mesa y lo acercó a la bombona de helio que tenía a sus pies. Colocó el extremo del globo en la boquilla de la bombona y obró el milagro.

El globo iba poco a poco despertando de su profundo letargo. El helio penetraba en él rápidamente pero el resultado se apreciaba con maravillosa lentitud. De ciruela pasó a naranja y luego a melón; más tarde se convirtió en sandía y por fin… El nuevo globo era una enorme esfera volátil que con escasos segundos de vida ya daba muestras de sus pretensiones etéreas luchando contra la ley de la gravedad.

Amelia admiraba esa forma perfecta; mirara por donde mirara su redondez siempre era la misma, sin esquinas ni lados que lo afearan. “No lo olvides, preciosa”, le advirtió la anciana, “para que tu deseo se cumpla, tu globo debe permanecer en lo más alto”. Amelia, orgullosa de su adquisición y pensando ya en cuál sería su deseo, continuó el camino de regreso a casa.

Después de mucho meditar, Amelia parecía tener claro cuál sería su deseo. Llevaba mucho tiempo soñando con aquella muñeca de larga melena rubia y vestido de princesa imposible y en casa los pensamientos estaban en otras cosas. Amelia era consciente de su deseo material pero quería permitirse aquel capricho; sólo tenía diez años y llevaba demasiado tiempo esperando atenciones que nunca llegaban.

Amelia sostenía su globo emocionada, “¿dónde lo colocaría?”, se preguntaba, la anciana le advirtió que en lo más alto, si es que quería ver cumplido su deseo. Ella vivía en un décimo, así que no habría problema alguno. Su habitación sería el lugar idóneo. Lo colocaría junto a la ventana, para que estuviera cerca del cielo, sin duda el lugar más alto que Amelia conocía. ¡Cómo luciría aquel globo en su dormitorio! Sería la envidia de sus amigas, incluso su hermano abandonaría a hurtadillas la cama que lo tenía prisionero para colarse en su cuarto y admirar el globo más bello del mundo. ¡Y además era mágico!

Entonces Amelia reparó en algo que hasta el momento había arrinconado en su memoria, y lo tuvo claro. Ahora no tenía ninguna duda de cuál sería su deseo.

Obligó al globo a descender estirando del fino cordel que lo unía a su mano y lo abrazó controlando su fuerza para no causarle ningún daño. Después, cerró los ojos y pidió su deseo, algo que deseaba más que cualquier muñeca de rostro perfecto y traje increíble. Solo entonces dejó de ejercer presión sobre el látex y el globo inició su ascenso. Amelia siguió su trayectoria hasta que su efímero compañero desapareció en la inmensidad del cielo.

Esa misma noche, Amelia adivinó la trayectoria de aquel mágico globo. Sería guiado por blancas y esponjosas nubes hasta lo más alto, donde otros globos dorados le darían la bienvenida. Uno de ellos, el de más antigüedad, lo conduciría hasta una enorme sala celeste conocida como el Salón de los Sueños. Allí, el globo de Amelia ocuparía su lugar, no muy lejos de los deseos asignados a las tartas de cumpleaños y a las monedas lanzadas a las fuentes de piedra. Aunque sí estaría entre los deseos que reclamaban ser cumplidos con urgencia, los que se piden con el corazón para curar a hermanos enfermos.

Un comentario sobre “El viaje secreto de los globos de helio

    Pilar Borraz escribió:
    4 abril, 2020 en 5:45 pm

    Muy bello. Describe extraordinariamente bien el punto de vista de la niña, la atmósfera y el tono de tristeza de sus circunstancias familiares. Es nuy bonito. Gracias.

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